LA VIDA A RATOS
La vida a ratos, de Juan José
Millás
(Texto escrito por Fernando
Reyes)
He elegido “La vida a ratos” de
Juan José Millás, por que me parece uno de sus mejores libros y porque es en el
que se hace alusión al psicoanálisis con mayor profusión. Incluso describe
alguna sesión de su propio análisis. Lo que escribe, lo hace en forma de diario
o mejor dicho de semanario, porque no da cuenta de lo que le pasa todos los
días, sino que va escribiendo por semanas. Los capítulos están constituidos por
semanas. Un capítulo, una semana. He recogido algunos pasajes que me han
llamado poderosamente la atención, aunque si soy sincero, hubiese transcrito el
libro entero, palabra por palabra. Pero no se trata de eso. Cuando el texto es
el de Millás, está escrito en bastardilla, para distinguirlo de mi propio
texto. Aunque al leerlo, se verá claramente la diferencia. Y, empieza así:
La vida a ratos
Semana 1
LUNES. Pronto cumpliré sesenta
y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo
lo niega.
-Anda, anda, no digas
tonterías.
A veces soy yo mismo el que lo
niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que
tengo de mí es la de un <<muchacho>>. Me estimula sentir el frío en
el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera,
pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de
la caminata. En ocasiones, a estas horas comienzo a imaginar ya la comida,
incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras
voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus
memorias: <<En la madurez hay misterio, hay confusión>>.
Cierto, hay misterio, hay
confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio.
Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la
cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo.
Un viejo.
MARTES. A vueltas todavía con
el asunto de ayer. Mientras atravieso el parque, oyendo crujir el hielo bajo
mis botas, pienso en los hormigueros, ahora cerrados. ¡Cuánto vive una hormiga,
cómo envejece, cuantos cadáveres habrá bajo la fina capa de hielo que se ha
formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me
viene a la cabeza la idea de escribir un diario de la vejez. ¿Por dónde
empezaría? La semana pasada, por ejemplo, estuve en el dentista, que me arrancó
la última muela del lado derecho de la mandíbula superior. Es la primera pieza
dental que pierdo, y por lo tanto posee un alto valor simbólico. He decidido no
reponerla, porque no afecta a la masticación ni a la estética (no se ve). Pero
no hago otra cosa que pasar la lengua por el cráter. La caída de los dientes
representa la castración. Por eso a los niños se les compensa, cuando pierden
los de leche, con un regalo del misterioso Ratoncito Pérez. A mí este animal me
daba miedo. Pensaba que podía comerme la colita, lo que significaría una
castración literal.
MIÉRCOLES. Resulta imposible
llevar un diario de la vejez como resulta imposible escuchar como crece la
yerba. La yerba y la vejez trabajan con idéntico sigilo, y a un ritmo parecido.
Vas perdiendo capacidades, pero a tal compás que no te enteras. Y te
acostumbras a esas pérdidas, claro.
¿Tienen recompensa las pérdidas? ¿Hay un ratoncito
Pérez de la vejez? No exactamente. La vejez tiene una rata grande, quizá la
Rata Pérez, que en un momento dado te compensa por todas las pérdidas con un
regalo absoluto llamado Muerte. La Muerte satisface todos los deseos, todos,
todos, todos. Tras su paso por el cuerpo de un ser humano, no queda en pie una
sola tensión. Quizá la Rata Pérez sea la madre del Ratoncito Pérez.
JUEVES. No está en mi
intención resultar fúnebre, pero se me está pasando la semana al modo de los
ejercicios espirituales de la infancia, en los que tanto se hablaba de las
postrimerías. Ahora bien, al mencionar el término postrimerías me viene a la
memoria la imagen de un cura, cuyo nombre he olvidado, que en transcurso de uno
de estos ejercicios espirituales nos habló del ratoncito Pérez. No recuerdo
cómo logró colarlo en medio de aquellas sesiones fúnebres, pero observado con
perspectiva me parece que fue un acierto literario. Lo que nos vino a decir fue
que el Ratoncito Pérez se llevaba nuestros dientes, dejándonos a cambio un
obsequio, para regalárselos a su madre, que estaba muy vieja. La imagen de una
rata vieja, sin dientes, me conmovió mucho, pero me produjo mucho asco también.
¿Esto es, maldita sea, un diario de la vejez? Esto es materia para el diván,
pero mi psicoanalista está enferma, ha cogido la gripe. O eso dice.
VIERNES. Comienza el fin de
semana. Se acabaron los ejercicios espirituales, pero empiezo a leer a un poeta
sueco de nombre Tranströmer. Parece el nombre de una medicina para las
alteraciones de carácter. Quizá lo sea. En todo caso su lectura me hace mucho
bien.
He
preferido dejar a Juan José Millás, autor de este libro “La vida a ratos” que
fuese él quien tomase la palabra, para mitigar el pánico que siento ante la
página en blanco, una vez “roto el hielo” me puede atrever a tomar la palabra.
Nada
más empezar a leer este libro la primera vez que lo hice , el 11 de junio del
2022, supe que me iba a gustar, y así fue. Terminé de leerlo unos días después,
concretamente , el 23 de junio del 2022. Tengo esa manía la de anotar cuando
empiezo a leer un libro y cuando termino de leerlo. Si echan la cuenta, verán
que, literalmente, me lo bebí. Teniendo en cuenta que tiene 477 páginas
Este
primer capítulo creo que da la pista de lo que va a ser el libro. Es un diario,
autobiográfico, en el que se van sucediendo las semanas y los acontecimientos
en la vida del autor incluidas las sesiones con sus psicoanalistas. Lo escribo
en plural, porque, si leen el libro, verán que son dos. Junan José Millás, es
un autor conocido entre el público español, no solo escribe libros, sino que
además da conferencias y habla por la radio, una vez a la semana, en un
programa divulgativo, que no tiene nada que ver con la posible transmisión del
psicoanálisis, pero que, con más o con menos intención, siempre deja alguna
perla en lo referente a la falta, esa falta en ser de la que tanto hablan los
psicoanalistas. Lo que vino a decir en uno de los últimos programas fue algo
así: “Todo el mundo quiere tener en su casa una habitación más”. “ A todos se nos queda pequeña la casa y siempre
estamos penando por la falta de sitio”. Juanjo, como le llama el locutor que
conduce el programa, añadió “claro esa habitación que falta, es una
simbolización de la falta que a todos nos constituye. Y añadió que si
encontráramos eso que tanto anhelamos resultaría que eso sería la muerte.
Millas
tiene el mismo desparpajo hablando que escribiendo, si deciden leer este libro
que tanto me ha gustado a mí, verán que leerlo es, como si estuvieran sentados
en el salón de su casa hablando con un amigo que les cuenta su vida, pero que
además lo hace con extraordinario sentido del humor. Cada capítulo tiene
siempre una parte risible, aunque lo que se esté contando sea la mayor de las tragedias.
Semana 11
JUEVES. Decido desengancharme
del juego de los siete errores que publica todos los días “La Vanguardia” en su
página de Pasatiempos (¿en cuál sino?). Vengo resolviéndolo desde hace un año o
dos bajo la estúpida superstición de que si lo dejo pasar ocurrirá alguna
desgracia. Que ocurra de una vez. Soy, desde pequeño, víctima de este tipo de
fantasías obsesivas. Quizá el mundo no se haya ido todavía al carajo gracias a
mí y a personas como yo, se pasan la vida realizando sortilegios contra las
desgracias propias y ajenas. Pero ya he llegado a mi límite. Tarde o temprano,
el mundo se tiene que acabar.
VIERNES. El mundo no se ha
acabado, quizá porque esta noche, a eso de las cuatro, me desperté empapado en
un sudor disolutivo, busqué el ejemplar de “La Vanguardia” de ayer y resolví el
juego de los siete errores. Mi mujer se despertó también y me preguntó qué
rayos hacía. Le respondí en tono de broma que estaba salvando al mundo, pero
ella sabía que lo decía en serio. <<No tardes>> se limitó a decir
Creo
que, en un par de párrafos, Millás hace un retrato perfecto de un obsesivo. Es
escueto pero muy certero, la respuesta de su mujer, que a la sazón es
psicoanalista, pone de manifiesto la poca importancia que ella le concede a las
obsesiones y a los rituales de su marido. Este pasaje, está escrito con la maestría
de quien se dedica a escribir guiones, sainetescos, para la televisión, para un
programa de “parejas”
Me
voy a ir al último capítulo. Acabo de recordar que, mi padre, que era muy
aficionado a leer novelas de Ágatha Chrsitie, siempre se iba a la última página
del libro para saber como terminaba. Aunque nunca tuvo una sorpresa porque el
asesino, siempre era descubierto y el lo sabía de antemano. Lo que es la
impaciencia…
Bueno,
pues, como decía, me voy a ir al último capítulo
Semana 194
LUNES. Voy
a visitar a un amigo enfermo y le llevo los periódicos del día.
-Déjalos
ahí-dice.
Los
abandono en una butaca del dormitorio de tal modo que caen mal y ahora parecen
un conjunto de pájaros de papel con las alas rotas. Cuando voy a arreglarlos,
me dice que lo olvide, que de todos modos no los va a leer. Me extraña, porque
es desde joven un fanático de la prensa.
-Debes
estar muy mal-le digo.
-¿Por lo de
los periódicos?
-Claro.
-Qué va,
dejé de leerlos cuando me di cuenta de que llevaba un tiempo pasando las
páginas sin detenerme en ninguna, echando un vistazo solo a los titulares. Ya
no hay crónica o noticia que resista la lectura del primer párrafo.
-¿Por dónde
te informas?
-No me
informo. Y tu tampoco. Vivimos con la fantasía de estar informados. Incluso
sobreinformados. La sobreinformación es uno de los síntomas de la
desinformación.
-Ya-le digo
por decir.
-Acércame
ese frasco de espray, por favor.
Se lo acerco y se pulveriza un par de veces el
interior de la boca.
-Es saliva
artificial-dice-. También uso lágrimas artificiales. Toda esa prensa que me has
traído es artificial, pero no me funciona.
-No debes
de estar tan grave-le digo, con la mala leche que gastas.
-Tampoco tú
estás grave y te vas a morir.
Al rato de hablar de esto y de
lo otro, me voy con los periódicos debajo del brazo y los ordeno en el
ascensor. Al salir a la calle, un autobús, a dos metros escasos de mí, arrolla
a un tipo que corría detrás de su perro.
MARTES.
Busco en la prensa digital, sin hallarla, alguna noticia sobre el tipo arrollado
por el autobús. Deduzco que no le ocurrió nada. Hay atropellos muy aparatosos
sin sustancia. Hace unos meses yo mismo, al cruzar una calle por donde no
debía, acabé bajo la carrocería de un coche sin sufrir un solo rasguño. Perdí
en cambio un zapato que no me fue posible recuperar porque se lo llevó una
furgoneta, pegado a su rueda. El conductor del coche me increpó duramente por
la imprudencia y pasé una vergüenza enorme. Fui calle abajo descalzo de un pie,
con la esperanza de encontrar una zapatería, pero ya no las hay, excepto en los
centros comerciales o en los grandes almacenes. Luego paré a un taxi e intenté
entrar en casa clandestinamente para no tener que dar explicaciones. Mi mujer
estaba en el hall, cambiando una bombilla fundida.
-Hola-dije.
-Hola-dijo-.¿Te
ha pasado algo?
-No, por
qué.
-Vienes
pálido.
El hall se hallaba en
penumbra, de modo que advirtió mi blanca palidez, pero no la ausencia del
zapato. Antes de que pusiera la bombilla nueva, escapé al dormitorio y me puse
las zapatillas de andar por casa. Escondí el zapato viudo en las profundidades
del armario. Aún debe de seguir completamente solo. Pobre.
MIÉRCOLES. Esta madrugada ha muerto mi amigo, el que
dejó de leer los periódicos. Acudo al tanatorio, lleno de periodistas porque era
de la profesión, y me integro en un grupo al que cuento la última visita que
hice al finado.
-Me confesó
que había dejado de leer los periódicos-les digo.
Me miran
como si fuera un marciano. Todos ellos han dejado de leer los periódicos.
-Yo los
compro, pero no los leo-digo al fin para hacerme perdonar
Oigo unas
risas, vuelvo la vista y es la viuda. Otra mujer le está contando algo que debe
de ser muy gracioso.
JUEVES.
Bajo a primera hora a comprar los periódicos y el quiosco está cerrado. No lo
abren hasta las nueve. Me voy a dar una vuelta por el parque, para hacer
tiempo, o para matarlo, no sé, y los cojo al regresar. Le cuento al quiosquero
la anécdota de los periodistas y mueve afirmativamente la cabeza.
-Cuando yo
me jubile-dice-, este quiosco se cierra. No hay relevo generacional ni de otro
tipo. A nadie la interesa un quiosco.
Me dan
ganas de preguntarle si puedo quedármelo yo. No me disgusta la idea de acabar
vendiendo algo que no leen ni los que lo hacen. Sería el punto final perfecto
para una vida absurda. Todas lo son. Ya en casa, busco la necrología de mi
amigo y es una peste. No logro pasar del primer párrafo. Estoy a punto de
escribir una carta de protesta al director, pero me reprimo.
Yo siempre
me reprimo.
Me pregunto:
El futuro del quiosco, ¿Será una premonición? ¿Es eso lo que le espera al
Psicoanálisis?
Los textos han
sido tomados de “La vida a ratos”. Juan José Millás. Primera edición abril
2019. Alfaguara.
Para, Idoia, Judith, Marian,
Natalia y Paula.
Fernando Reyes