jueves, 11 de mayo de 2023

LA VIDA A RATOS

 LA VIDA A RATOS


La vida a ratos, de Juan José Millás

(Texto escrito por Fernando Reyes)

 

He elegido “La vida a ratos” de Juan José Millás, por que me parece uno de sus mejores libros y porque es en el que se hace alusión al psicoanálisis con mayor profusión. Incluso describe alguna sesión de su propio análisis. Lo que escribe, lo hace en forma de diario o mejor dicho de semanario, porque no da cuenta de lo que le pasa todos los días, sino que va escribiendo por semanas. Los capítulos están constituidos por semanas. Un capítulo, una semana. He recogido algunos pasajes que me han llamado poderosamente la atención, aunque si soy sincero, hubiese transcrito el libro entero, palabra por palabra. Pero no se trata de eso. Cuando el texto es el de Millás, está escrito en bastardilla, para distinguirlo de mi propio texto. Aunque al leerlo, se verá claramente la diferencia. Y,  empieza así:

 

 

La vida a ratos

Semana 1

LUNES. Pronto cumpliré sesenta y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo lo niega.

-Anda, anda, no digas tonterías.

A veces soy yo mismo el que lo niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que tengo de mí es la de un <<muchacho>>. Me estimula sentir el frío en el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata. En ocasiones, a estas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: <<En la madurez hay misterio, hay confusión>>.

Cierto, hay misterio, hay confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo. Un viejo.

 

MARTES. A vueltas todavía con el asunto de ayer. Mientras atravieso el parque, oyendo crujir el hielo bajo mis botas, pienso en los hormigueros, ahora cerrados. ¡Cuánto vive una hormiga, cómo envejece, cuantos cadáveres habrá bajo la fina capa de hielo que se ha formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me viene a la cabeza la idea de escribir un diario de la vejez. ¿Por dónde empezaría? La semana pasada, por ejemplo, estuve en el dentista, que me arrancó la última muela del lado derecho de la mandíbula superior. Es la primera pieza dental que pierdo, y por lo tanto posee un alto valor simbólico. He decidido no reponerla, porque no afecta a la masticación ni a la estética (no se ve). Pero no hago otra cosa que pasar la lengua por el cráter. La caída de los dientes representa la castración. Por eso a los niños se les compensa, cuando pierden los de leche, con un regalo del misterioso Ratoncito Pérez. A mí este animal me daba miedo. Pensaba que podía comerme la colita, lo que significaría una castración literal.

 

MIÉRCOLES. Resulta imposible llevar un diario de la vejez como resulta imposible escuchar como crece la yerba. La yerba y la vejez trabajan con idéntico sigilo, y a un ritmo parecido. Vas perdiendo capacidades, pero a tal compás que no te enteras. Y te acostumbras a esas pérdidas, claro.

               ¿Tienen recompensa las pérdidas? ¿Hay un ratoncito Pérez de la vejez? No exactamente. La vejez tiene una rata grande, quizá la Rata Pérez, que en un momento dado te compensa por todas las pérdidas con un regalo absoluto llamado Muerte. La Muerte satisface todos los deseos, todos, todos, todos. Tras su paso por el cuerpo de un ser humano, no queda en pie una sola tensión. Quizá la Rata Pérez sea la madre del Ratoncito Pérez.

 

JUEVES. No está en mi intención resultar fúnebre, pero se me está pasando la semana al modo de los ejercicios espirituales de la infancia, en los que tanto se hablaba de las postrimerías. Ahora bien, al mencionar el término postrimerías me viene a la memoria la imagen de un cura, cuyo nombre he olvidado, que en transcurso de uno de estos ejercicios espirituales nos habló del ratoncito Pérez. No recuerdo cómo logró colarlo en medio de aquellas sesiones fúnebres, pero observado con perspectiva me parece que fue un acierto literario. Lo que nos vino a decir fue que el Ratoncito Pérez se llevaba nuestros dientes, dejándonos a cambio un obsequio, para regalárselos a su madre, que estaba muy vieja. La imagen de una rata vieja, sin dientes, me conmovió mucho, pero me produjo mucho asco también. ¿Esto es, maldita sea, un diario de la vejez? Esto es materia para el diván, pero mi psicoanalista está enferma, ha cogido la gripe. O eso dice.

 

VIERNES. Comienza el fin de semana. Se acabaron los ejercicios espirituales, pero empiezo a leer a un poeta sueco de nombre Tranströmer. Parece el nombre de una medicina para las alteraciones de carácter. Quizá lo sea. En todo caso su lectura me hace mucho bien.

 

               He preferido dejar a Juan José Millás, autor de este libro “La vida a ratos” que fuese él quien tomase la palabra, para mitigar el pánico que siento ante la página en blanco, una vez “roto el hielo” me puede atrever a tomar la palabra.

               Nada más empezar a leer este libro la primera vez que lo hice , el 11 de junio del 2022, supe que me iba a gustar, y así fue. Terminé de leerlo unos días después, concretamente , el 23 de junio del 2022. Tengo esa manía la de anotar cuando empiezo a leer un libro y cuando termino de leerlo. Si echan la cuenta, verán que, literalmente, me lo bebí. Teniendo en cuenta que tiene 477 páginas

               Este primer capítulo creo que da la pista de lo que va a ser el libro. Es un diario, autobiográfico, en el que se van sucediendo las semanas y los acontecimientos en la vida del autor incluidas las sesiones con sus psicoanalistas. Lo escribo en plural, porque, si leen el libro, verán que son dos. Junan José Millás, es un autor conocido entre el público español, no solo escribe libros, sino que además da conferencias y habla por la radio, una vez a la semana, en un programa divulgativo, que no tiene nada que ver con la posible transmisión del psicoanálisis, pero que, con más o con menos intención, siempre deja alguna perla en lo referente a la falta, esa falta en ser de la que tanto hablan los psicoanalistas. Lo que vino a decir en uno de los últimos programas fue algo así: “Todo el mundo quiere tener en su casa una habitación más”. “  A todos se nos queda pequeña la casa y siempre estamos penando por la falta de sitio”. Juanjo, como le llama el locutor que conduce el programa, añadió “claro esa habitación que falta, es una simbolización de la falta que a todos nos constituye. Y añadió que si encontráramos eso que tanto anhelamos resultaría que eso sería la muerte.

               Millas tiene el mismo desparpajo hablando que escribiendo, si deciden leer este libro que tanto me ha gustado a mí, verán que leerlo es, como si estuvieran sentados en el salón de su casa hablando con un amigo que les cuenta su vida, pero que además lo hace con extraordinario sentido del humor. Cada capítulo tiene siempre una parte risible, aunque lo que se esté contando sea la mayor de las tragedias.

 

Semana 11

 

JUEVES. Decido desengancharme del juego de los siete errores que publica todos los días “La Vanguardia” en su página de Pasatiempos (¿en cuál sino?). Vengo resolviéndolo desde hace un año o dos bajo la estúpida superstición de que si lo dejo pasar ocurrirá alguna desgracia. Que ocurra de una vez. Soy, desde pequeño, víctima de este tipo de fantasías obsesivas. Quizá el mundo no se haya ido todavía al carajo gracias a mí y a personas como yo, se pasan la vida realizando sortilegios contra las desgracias propias y ajenas. Pero ya he llegado a mi límite. Tarde o temprano, el mundo se tiene que acabar.

 

VIERNES. El mundo no se ha acabado, quizá porque esta noche, a eso de las cuatro, me desperté empapado en un sudor disolutivo, busqué el ejemplar de “La Vanguardia” de ayer y resolví el juego de los siete errores. Mi mujer se despertó también y me preguntó qué rayos hacía. Le respondí en tono de broma que estaba salvando al mundo, pero ella sabía que lo decía en serio. <<No tardes>> se limitó a decir

 

               Creo que, en un par de párrafos, Millás hace un retrato perfecto de un obsesivo. Es escueto pero muy certero, la respuesta de su mujer, que a la sazón es psicoanalista, pone de manifiesto la poca importancia que ella le concede a las obsesiones y a los rituales de su marido. Este pasaje, está escrito con la maestría de quien se dedica a escribir guiones, sainetescos, para la televisión, para un programa de “parejas”

 

               Me voy a ir al último capítulo. Acabo de recordar que, mi padre, que era muy aficionado a leer novelas de Ágatha Chrsitie, siempre se iba a la última página del libro para saber como terminaba. Aunque nunca tuvo una sorpresa porque el asesino, siempre era descubierto y el lo sabía de antemano. Lo que es la impaciencia…

               Bueno, pues, como decía, me voy a ir al último capítulo

 

Semana 194

 

LUNES. Voy a visitar a un amigo enfermo y le llevo los periódicos del día.

-Déjalos ahí-dice.

Los abandono en una butaca del dormitorio de tal modo que caen mal y ahora parecen un conjunto de pájaros de papel con las alas rotas. Cuando voy a arreglarlos, me dice que lo olvide, que de todos modos no los va a leer. Me extraña, porque es desde joven un fanático de la prensa.

-Debes estar muy mal-le digo.

-¿Por lo de los periódicos?

-Claro.

-Qué va, dejé de leerlos cuando me di cuenta de que llevaba un tiempo pasando las páginas sin detenerme en ninguna, echando un vistazo solo a los titulares. Ya no hay crónica o noticia que resista la lectura del primer párrafo.

-¿Por dónde te informas?

-No me informo. Y tu tampoco. Vivimos con la fantasía de estar informados. Incluso sobreinformados. La sobreinformación es uno de los síntomas de la desinformación.

-Ya-le digo por decir.

-Acércame ese frasco de espray, por favor.

 Se lo acerco y se pulveriza un par de veces el interior de la boca.

-Es saliva artificial-dice-. También uso lágrimas artificiales. Toda esa prensa que me has traído es artificial, pero no me funciona.

-No debes de estar tan grave-le digo, con la mala leche que gastas.

-Tampoco tú estás grave y te vas a morir.

Al rato de hablar de esto y de lo otro, me voy con los periódicos debajo del brazo y los ordeno en el ascensor. Al salir a la calle, un autobús, a dos metros escasos de mí, arrolla a un tipo que corría detrás de su perro.

 

MARTES. Busco en la prensa digital, sin hallarla, alguna noticia sobre el tipo arrollado por el autobús. Deduzco que no le ocurrió nada. Hay atropellos muy aparatosos sin sustancia. Hace unos meses yo mismo, al cruzar una calle por donde no debía, acabé bajo la carrocería de un coche sin sufrir un solo rasguño. Perdí en cambio un zapato que no me fue posible recuperar porque se lo llevó una furgoneta, pegado a su rueda. El conductor del coche me increpó duramente por la imprudencia y pasé una vergüenza enorme. Fui calle abajo descalzo de un pie, con la esperanza de encontrar una zapatería, pero ya no las hay, excepto en los centros comerciales o en los grandes almacenes. Luego paré a un taxi e intenté entrar en casa clandestinamente para no tener que dar explicaciones. Mi mujer estaba en el hall, cambiando una bombilla fundida.

-Hola-dije.

-Hola-dijo-.¿Te ha pasado algo?

-No, por qué.

-Vienes pálido.

El hall se hallaba en penumbra, de modo que advirtió mi blanca palidez, pero no la ausencia del zapato. Antes de que pusiera la bombilla nueva, escapé al dormitorio y me puse las zapatillas de andar por casa. Escondí el zapato viudo en las profundidades del armario. Aún debe de seguir completamente solo. Pobre.

 

               MIÉRCOLES. Esta madrugada ha muerto mi amigo, el que dejó de leer los periódicos. Acudo al tanatorio, lleno de periodistas porque era de la profesión, y me integro en un grupo al que cuento la última visita que hice al finado.

-Me confesó que había dejado de leer los periódicos-les digo.

Me miran como si fuera un marciano. Todos ellos han dejado de leer los periódicos.

-Yo los compro, pero no los leo-digo al fin para hacerme perdonar

Oigo unas risas, vuelvo la vista y es la viuda. Otra mujer le está contando algo que debe de ser muy gracioso.

 

JUEVES. Bajo a primera hora a comprar los periódicos y el quiosco está cerrado. No lo abren hasta las nueve. Me voy a dar una vuelta por el parque, para hacer tiempo, o para matarlo, no sé, y los cojo al regresar. Le cuento al quiosquero la anécdota de los periodistas y mueve afirmativamente la cabeza.

-Cuando yo me jubile-dice-, este quiosco se cierra. No hay relevo generacional ni de otro tipo. A nadie la interesa un quiosco.

Me dan ganas de preguntarle si puedo quedármelo yo. No me disgusta la idea de acabar vendiendo algo que no leen ni los que lo hacen. Sería el punto final perfecto para una vida absurda. Todas lo son. Ya en casa, busco la necrología de mi amigo y es una peste. No logro pasar del primer párrafo. Estoy a punto de escribir una carta de protesta al director, pero me reprimo.

Yo siempre me reprimo.

Me pregunto: El futuro del quiosco, ¿Será una premonición? ¿Es eso lo que le espera al Psicoanálisis?

Los textos han sido tomados de “La vida a ratos”. Juan José Millás. Primera edición abril 2019. Alfaguara.

Para, Idoia, Judith, Marian, Natalia y Paula.

Fernando Reyes    

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